Levante
Mateo Marco Amorós
Camino del otoño, no sopla ningún viento. Pero añorando unos días de este verano nos llega el levante en unas jornadas de temporal y… Escucho como baten las puertas. Y silban las ventanas. Y chocan sonando con locura líquida los metales de los colgantes móviles, suvenires comprados en algunos viajes y distribuidos por la casa que, címbalos, nos informan de la intensidad de los vientos.
Cuando mis hijas eran pequeñas, de noche, improvisando cuentos, había uno que nos divertía mucho. Imitando entre frase y frase el ulular del viento, recreábamos un temporal de levante que nos sorprendía caminando hacia la playa. Un viento intenso y goterones de lluvia. Entonces… Entonces a nuestro alrededor volaban sombrillas, pamelas, gorras, pañuelos… Sin peligro. De forma chistosa. Porque la gente se apresuraba. Unos recogían sus cosas de playa. Otros corrían arrebatados tras la sombrilla, tras la pamela. Papeles con publicidad volaban. La arena nos hacía cosquillas en los tobillos. Un perro ladraba. Saltaba y corría. Aun contra la tempestad nos instalábamos en la orilla y jugábamos con las olas y hacíamos enormes castillos de arena. Castillos de tamaño real en los que se organizaban fiestas con bailes y banquetes a los que acudían sirenas, príncipes y princesas. Quizás en alguna ocasión –ahora no lo recuerdo bien– participaban delfines. Los delfines, como las tortugas, han sido animales preferidos en nuestros cuentos.
Algún barco pirata también nos llegó alguna vez por aquello de aprovechar la geografía de torres de nuestra costa mediterránea, orilla frente a la otra orilla africana. Y entonces éramos torreros y avisábamos con espejos y cañonazos la vista de las galeras berberiscas y conseguíamos detener la razia con trampas en la playa. Agujeros excavados en los que echábamos erizos de mar y disimulábamos con cañas camufladas con arena. Y cesado el peligro, vuelta a la fiesta. Más bailes y banquetes en nuestro castillo gigante de arena. Hasta que una ola derrumbaba sus muros y… Y nos derrumbaba el sueño.
Eran cuentos, más o menos así –colorín colorado– que no escribíamos. Los dictaba la imaginación compartida. Su extensión duraba según nuestro cansancio. En ocasiones he lamentado no escribirlos. Sólo por recordarlos mejor. Pero renunciando a la improvisación a lo mejor habrían perdido su encanto. Así se los ha llevado el tiempo y… el viento. El mismo viento de levante que ahora me los devuelve a la memoria. Y que ahora, añorando el verano, traigo.
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