Anécdota
Mateo Marco Amorós
Decíamos ayer que para el historiador Justo García Soriano, en escrito de 1927, la vista más bonita de Orihuela era, al cabo y como oriolano ausente, la percibida desde la nostalgia. Concretamente García escribía: «la más hermosa y atrayente vista de Orihuela es la que vemos a todas horas, con los ojos añorantes de la imaginación y la perspectiva de muchos años y de muchas leguas, los oriolanos ausentes de nuestra ciudad natal.» A propósito de ello, cerrando su artículo, traía una anécdota protagonizada por el ilustre oriolano Trinitario Ruiz Capdepón (Véase «El Pueblo», 173, 10.08.1927).
Conocíamos esta anécdota gracias a la conferencia que el profesor Jesús Millán, en abril de 2013, impartió cuando la inauguración de la Biblioteca María Moliner, conferencia que versó sobre «El liberalismo caciquil y el desarrollo de la ciudadanía: una revisión». Entonces Millán comentó y nos entregó una hoja con ejemplos de la práctica caciquil. Entre los referidos a Trinitario Ruiz estaba éste citado por Julio Calvet en su libro dedicado al político oriolano donde recoge la anécdota que nos ocupa contada por García Soriano (véase CALVET, J., «Don Trinitario Ruiz y Capdepón. Orihuela 1836-Madrid 1911: Resumen de una ilustre existencia», ECU, San Vicente, 2011, pp. 55-56).
Resulta que don Trinitario se sentía incomodado en Madrid por un oriolano al que había favorecido en diversas ocasiones. El paisano en situación de cesante y pasando necesidad, desesperado, acudía a diario a casa del político buscando puesto y algún dinero. Ruiz Capdepón cansado del pedigüeño ordenó a sus criados que no le dejaran entrar en la casa. Pero un día, concretamente un miércoles santo, aprovechando que la puerta estaba abierta, el paisano se coló presentándose ante don Trino, que estaba tranquilamente tomando café y fumando un habano, espetándole para evitar cualquier repulsa: «—¡Don Trinitario! Ahora mismo, en la calle de la Carretería de Orihuela, Pepe Blas, vestido de nazareno, con los ‘carricos’ de la Convocatoria, anuncia la salida de la procesión de San Francisco, a toque de bocina: ¡Abúúú…!»
Y comenta García Soriano que el político «no pudo contenerse ante la sugestiva evocación de aquel exabrupto, que le traía a la imaginación la vista de su pueblo y a la memoria el recuerdo de los días felices de su mocedad; (…)». Don Trinitario, conmovido, recompensó al cesante. Contada la anécdota, García Soriano reafirma la «virtud mágica» de la «vista» que los oriolanos ausentes añoran y contemplan con los ojos del alma.
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