Terapia
Eugenio Trías en «El canto de la sirena» nos recuerda que en la versión operística de Joseph Haydn sobre Orfeo, un Genio asiste al desdichado. Tras la muerte de Eurídice, Orfeo, antes de iniciar su descenso a los infiernos para intentar rescatar a su esposa, tiene perturbadas las facultades mentales. Entonces, el Genio le recomienda que se dedique a la filosofía como terapia. No en vano, en un manuscrito de dicha ópera, Haynd la titula «L’Anima del Filosofo».
La Filosofía como terapia. Y si filosofar es examinar algo como filósofo, discurrir acerca de ello con razones filosóficas, meditar, pensar… Todo ello –pensar, meditar, discurrir, examinar…– ha de resultar terapéutico, sano. Por ello la Filosofía no nos vendría mal para curar una sociedad enferma. Una sociedad que precisa una cura de urgencia. Pero ahora resulta que la Filosofía se minimiza en los planes de estudio de nuestros institutos. Como si pretendiéramos que nuestra sociedad no se curara.
Un paseo por los foros (tertulias, comentarios…) y se echa de menos la reflexión. Los exabruptos ocultan las bellas melodías y nos hemos acostumbrado a vomitar palabras. Descuidadas cuando se escribe no solo en su ortografía, también en su delicadeza o dulzura para con los otros. Escupidas y pronunciadas con violencia. Eructamos las palabras, escritas o dichas, como si la razón estuviera sólo en la contundencia. No hay argumentos porque no hay reflexión. Incluso en algunos ámbitos académicos se nota la ausencia de pensamiento cuando en éstos, aunque manteniendo la exquisitez en la forma, se abandona el ejercicio de pensar a la tiranía de modelos cerrados que constriñen creatividad y originalidad. Esto por no hablar de esa corriente «happy-happy» que hace una lectura tan optimista de la realidad que la camufla sin crítica alguna. Sin reflexión. Como si los pajarillos que nos alegran la mañana no fueran los mismos que nos llenan de mierda el coche o el alféizar de la ventana.
Recuerdo de mi época de joven estudiante mi encuentro con la Filosofía como un encuentro inquietante. Por lo catártico. Entonces empecé a dejar de ser quien era para empezar a ser quien soy. No sé si la transformación ha valido la pena pero al menos sé –o creo que sé– que soy quien soy y a qué me debo. Pensar me ha hecho. Pensar me hace. Un filósofo lo dijo mejor: «Pienso, luego existo». Y existir es ser. Ergo si no pienso…
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