Muchos de nosotros hemos oído alguna vez que no es tan importante el destino como el viaje en sí. Que no es lo mismo tomar un avión de Madrid a Roma, que lanzarse a conducir los casi dos mil kilómetros que separan ambas ciudades por carretera. Que no es lo mismo ver el ala del avión durante dos horas y media, que cruzar las vastas soledades de Aragón, bordear los agrestes Pirineos catalanes y más allá de sus ciclópeas montañas, descubrir la alegre campiña francesa abriéndose camino entre exultantes y casi infinitas plantaciones de viñedos. Descubrir el mar con cada nueva ola, con el asombro entusiasmado de un niño, y contemplar de qué manera se aferran los mochos y destartalados pinares a la vida que le dan las rocas, cómo nacen zurcidos al mismísimo filo de los acantilados, ribeteándolos de un hermosísimo color verde esperanza. Que no es lo mismo esperar por un nuevo retraso, sentado frente a la puerta de embarque, que tomarse un alto en el camino y descansar en algunas de las plazas de Montpellier, Niza o Marsella, para después retomar nuestro camino, dejando el ondulante mar siempre a nuestra derecha, hasta alcanzar Génova y más allá, continuar perdiéndonos por la toscana italiana hasta llegar por fin a la Ciudad Eterna.
Seguramente, después de tan fascinante viaje, hayamos guardado en nuestro recuerdo muchos más detalles y anécdotas del camino recorrido, de los inmensos horizontes que observábamos mientras avanzábamos despreocupados, jugando con nuestra mano en el viento, siguiendo la dirección en la que el cielo siempre pierde su color al atardecer, que de las grandiosas ruinas del Coliseo o de la mismísima Fontana di Trevi.
Seguramente, tomando la segunda opción, hayamos tenido la posibilidad de experimentar más emociones, hayamos descubierto más cosas de nosotros mismos que ni siquiera conocíamos, que si hubiéramos decidido tomar el siempre rápido y confortable avión. A esto se le llama serendipia: hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual, mientras se está buscando otra cosa distinta.
Llegados a este punto, es fácil hacer una analogía entre ambas maneras de viajar y la forma que tenemos de entender nuestra propia vida. Para algunos el éxito será cumplir en la medida de lo posible todos los objetivos, tratando de satisfacer todas las expectativas generadas por nosotros mismos o que nos son impuestas por los demás. Pero en ese caso, ¿podríamos considerar que nuestras aspiraciones no son más que un ansia constante por cubrir destinos, ir de una ciudad a otra siempre en avión, cuanto más rápido y lejos mejor, hacernos el selfie de rigor y volvernos a toda prisa, sin deparar en el viaje, en el inmenso regalo que se nos hace cada día? Y si así fuera, ¿qué hay más allá de esos hitos que nos marcamos como metas?
Por otro lado, estarán los que piensan que el éxito radica en la experiencia, en aprender del camino, en desgranar cada una de las emociones y sentimientos, en dejar que los tiempos de maduración del aprendizaje afiancen el conocimiento hasta hacerlo suyo, y comprobar que al final del camino tan solo hay un letrero marcando una nueva dirección; un nuevo camino que recorrer y por lo tanto, la posibilidad de tener nuevas y mejores experiencias.
Probablemente estén en lo cierto los que aseguran que el azar afortunado suele sonreír al esfuerzo perseverante, y que la fortuna es de quien la persigue con ahínco. Pero también es cierto que no existe un camino que no se cruce con otros, que no se divida y que no muestre más que una única dirección. Obcecarse en un propósito puede no ser la mejor opción cuando se cuentan con varias alternativas; a veces encuentra más el que se pierde. Además, cabe no olvidar, que los mayores logros de la ciencia y de la humanidad se han producido casi por casualidad. Que Fleming investigaba la gripe en 1928, cuando se dio cuenta que un extraño moho crecía en sus placas, matando a la bacteria que cultivaba en él, descubriendo así la penicilina. Que el propio Einstein reconoció en más de una ocasión que algunos de sus más grandes descubrimientos se debían en gran parte a la increíble casualidad, y así un larguísimo etcétera, en donde el patrón se repite una y otra vez: grandes figuras de la humanidad que comenzaron tratando de encontrar respuestas a un dilema, y acabaron encontrando una respuesta mucho mayor. Que Colón cruzó el Atlántico en busca de las Indias y terminó descubriendo América, o que, simplemente, las cosas más maravillosas de esta vida llegan siempre sin avisar.
Disfrutad del viaje y nos vemos en la próxima parada.
Autor: Carlos López
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