Mateo Marco Amorós / Bardomeras y meandros
Joaquín Marín / Fotografía
Las palabras nacen, crecen, se reproducen y mueren. Como seres vivos. Sintiéndolas así, uno las quiere o abomina. Y hay palabras, como recién nacidas, que suceden a otras sinónimas. Y palabras viejas que, creciendo, amplían su significado. A las primeras les tengo poca simpatía. Quizás sea porque algunos abusan de ellas trufándose con ínfulas de intelectualidad, snobismo y vanguardia. Serán manías mías en solidaridad con las palabras marginadas. Respecto a las palabras viejas que aumentan su significado, me ofuscan. Pongamos dos ejemplos. De palabra nueva, resiliencia. De palabra vieja creciente, rastreador.
Sobre resiliencia, la RAE trae dos acepciones. Una para los seres vivos, refiriéndose a su capacidad de adaptación frente a algún agente perturbador, estado o situación adversos. Otra para materiales, mecanismos o sistemas, refiriéndose también a la capacidad de estos para recuperar su estado inicial tras cesar alguna perturbación a la cual se les había sometido. En definitiva capacidad de adaptación o de volver a ser. Etimológicamente, resiliencia viene de un participio latino que diría saltar hacia atrás, rebotar, replegarse. No es gratuito que el término sirva también a la Psicología.
El caso de rastreador, palabra vieja que ensancha su significado, me desorienta. Ahora dicen «rastreadores» a especialistas del Ejército –o sanitarios– encargados de localizar a personas que hayan estado en contacto con un positivo en coronavirus. ¡Benditos sean! Pero hasta ayer, siempre que escuchaba rastreador veía dos imágenes. Una de película de indios y americanos. La de ese avezado batidor indígena que acompañaba a los del Séptimo de Caballería siguiendo un rastro, guiándolos. Otra, muy tierna, la de mi primo Vicente Sanjuán Amorós.
Quienes me conocen dirán que suelo traer con frecuencia memoria de cosas de mi primo Vicente. Por edad nos criamos juntos, en las alegrías y en las penas y… Primo Vicente, cuando íbamos al monte, rastreador, rastreaba con pericia huellas de animales. Frotando sus dedos índice y corazón sobre la marca. Llevándoselos a la nariz para olfateando reconocer la procedencia. También en ocasiones pegaba la oreja al suelo. Y con tanta convicción rastreaba que yo temía cuando pronunciaba, muy seguro, jabalí, zorro o… ¡O lobo!
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