Mateo Marco Amorós / Bardomeras y meandros
Joaquín Marín/Fotografía
En la obra que Miguel Herrero García publicó en 1927 bajo el título «Ideas de los españoles del siglo XVII», reeditada en 1966 por Gredos y el año pasado por el Centro de Estudios Europa Hispánica, no sólo se habla de españoles y siendo el siglo XVII también de portugueses, españoles al cabo entre 1580 y 1640. El autor, bebiendo de diversas fuentes literarias también recopiló la percepción que los españoles tenían de los extranjeros para los que, como buenos vecinos o no tan vecinos, no se escatimaron etiquetas; principalmente despectivas. Como las que gastaron entre propios.
Por ejemplo, a los italianos, de los que se dice que se creían listos, se les tacha de refinados, afeminados, codiciosos y artistas. Los franceses, por sus oficios, son buhoneros y pordioseros. Los flamencos, mercaderes y bebedores. Los ingleses, rubios, comerciantes, piratas, herejes y pérfidos. Los alemanes, luteranos, belicosos y también bebedores como los flamencos. Si los anteriores no quedan bien retratados, judíos, moros y gitanos no resultan mejor. Los judíos, maculados permanentemente como pueblo deicida y avariciosos. Los musulmanes –moros–, falsarios y lascivos. Y en concreto los moriscos, supuestamente convertidos, criminales. Los gitanos –gente sin patria– inasimilables y dañinos para cualquier comunidad.
Tópicos que afean al otro. Tópicos contra los otros, ridiculizándolos. Tópicos xenófobos que al tiempo que alimentan el orgullo ciego por lo propio azuzan el odio contra el vecino. Abono para crecer en las distancias y fijar mojones y fronteras. Contra filantropías. Tópicos que mirándose el ombligo y enalteciéndose sobre supuestas virtudes, consideradas si no exclusivas sí mejores, alejan del prójimo. Porque lo del otro no vale. Lo que distingue al extranjero no importa por detestable.
Así nos va. Encadenados a un espejo mágico al que jamás toleraríamos que nos dijera que no somos los mejores. Porque ahítos de vanidades y engreídos con todo lo nuestro, lo haríamos añicos. Pero si dejáramos de mirar aupándonos sobre las tribunas de la pedantería y nos fijáramos con humildad en los demás, comprobaríamos que en lo bueno y lo malo no somos tan distintos. Y aprenderíamos de las bondades de todos. Aprenderíamos.
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