Mateo Marco Amorós / A cara descubierta
Joaquín Marín / Fotografía
Lo leemos en el libro «Grandes pecadores, grandes catedrales». Libro de Cesare Marchi que hemos recomendado alguna vez. Escribe el italiano: «Notre-Dame corrió serios riesgos incluso después de las restauraciones de Viollet-le-Duc: el 26 de mayo de 1871, durante la época de la Comuna, los revolucionarios amontonaron todas las sillas y pusieron debajo un fuego que ardía lentamente. Pero un condenado a muerte que estaba por ser fusilado reveló en confesión el asunto: el cura dio la alarma y la iglesia se salvó. Otra versión dice que rodaban por la iglesia unos barriles de petróleo, pero unos estudiantes de farmacia que trabajaban en el cercano Hôtel-Dieu llamaron a los bomberos y éstos apagaron las llamas. No pudieron avisar al arzobispo, monseñor Georges Darboy: dos días antes había sido fusilado.»
Antes Marchi narra otras vicisitudes sufridas por el templo durante la Revolución Francesa. Y después de la misma. Por ejemplo que Saint-Simon, uno de los padres del socialismo utópico, subastándose la catedral la compró para derribarla. Viejas piedras pensaría, inútiles para edificar el ilusionante paraíso social.
Hace poco, tras la tragedia del incendio, los jugadores del PSG mostraron su solidaridad grabando el nombre del monumento en cada camiseta. Allí donde normalmente leemos el nombre del jugador, decía NOTRE-DAME. También en la parte delantera lucieron una imagen del templo.
Nos duelen las cenizas y lamentamos la tragedia. Benditas sensibilidades si sirven para tomar conciencia del dolor de la pérdida patrimonial. Porque todos los días se nos desmoronan arquitecturas y se nos descascarillan obras de arte. Por fuego, aire, agua o tierra. Elementos de la naturaleza que lo mismo son principio que fin. También por desidia. Hace poco el historiador Mazón Albarracín mostraba cómo un tapial del castillo de los moros en Orihuela había desaparecido. Otro más. Las argamasas de los muros almohades llevan tiempo deshaciéndose en la sierra para ser fango urbano tras los arrastres pluviales. Barros centenarios en las calles de Orihuela donde se nos desportilla la historia que, sin saberlo, pisoteamos. Firmezas, hechas polvo, de quienes fertilizaron los campos. Así, nuestra fortaleza se debilita. Siendo nuestras ruinas, huecos. Más huecos.
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