Los sábados son días habilitados para algún tipo de juerga, y los domingos son días para disfrutar en familia. Son un par de jornadas conocidas por encontrarse teñidas con algún tipo de connotación positiva, pero sin que ese tinte les agregue calificativo cromático alguno.
No obstante, los lunes son grises. Un color triste para un día triste. Y sin embargo, gran cantidad de personas se deleitan con los días en los que el cielo se presenta objetivamente gris: son ese tipo de seres humanos que muchos espectadores ajenos consideran como semejantes melancólicos, mustios y probablemente deprimidos. Individuos lánguidos a los que les gusta que el cielo esté pintado con el mismo color que su alma. Personas marchitas a las que les gusta que el sol cause baja, para que el resto de prójimos que sí disfrutan de la vida estén obligados a sentir lo mismo que ellos.
Siendo sincero, en realidad jamás he conocido a nadie taciturno, afligido, o simplemente apabullado por la melancolía, que prefiriese que el astro rey le sometiera con sus rayos, sintiendo mayor comodidad ante un día más apagado. No obstante, eso no implica necesariamente que esos observadores externos, presuntuosos en sus dictados, tengan razón. Un día gris puede ser el favorito de una cantidad ingente de personas que en absoluto porten la desazón como la abanderada de su psique. Pensar que la preferencia por una tonalidad concreta refractada en el cielo define con exactitud la idiosincrasia de alguien resulta ridículo. Debe ser uno de los prejuicios más absurdos que pueden existir.
Pero el lunes es gris, independientemente de que la esfera aparente sea azul y diáfana, independientemente de la aparición del gran disco dorado… Independientemente de lo que certifique la ventana. El lunes es un día triste y aciago, fatídico y pesaroso, amargo y molesto, del que todo el mundo reniega a pesar de saber que, si no existiera, cualquier otro día ocuparía su lugar. El lunes es un día funesto porque de nuevo te ves obligado a abandonar el lecho a horas intempestivas y trabajar bajo el yugo de unos designios ajenos, o, por el contrario, en la otra cara de una moneda auspiciada por la crisis, lo es porque te recuerda que, en el renacer de una nueva semana, sigues sin encontrar un empleo que pueda aliviar con urgencia una delicada situación financiera. El lunes es un día aciago, que conmemora que tienes que hacer lo que tienes que hacer, porque la mera existencia te dicta que lo tienes que hacer. El lunes es un recordatorio constante de que, hagas lo que hagas, es porque no tienes permitido hacer otra cosa, por mucho que dicha tarea sea la escogida por apego (y eso te convierta en un auténtico privilegiado).
Los anglosajones opinan que es azul, que un lunes gris no es otra cosa que un blue monday. Los castellanoparlantes comprendemos que ambos conceptos son análogos, aunque no entendamos como el azul puede ser positivo para un cielo, pero dañino para el primer día de la semana en nuestro calendario. Dicha reflexión resulta irrelevante: solo aporta el testimonio de que a un lunes le da igual su color sea cual sea la franja horaria en la que nace y muere, porque su singularidad seguirá enarbolando la tristeza como estandarte. El lunes es desalmado, es un malnacido, y todo el planeta lo sabe. Escaso es el número de personas que han escuchado alguna vez a un semejante declarar “me encantan los lunes”, porque este día es un leproso al que hay que reprochar su propia naturaleza.
¿Tan malvados son los lunes? Probablemente sean tan perversos como los gatos negros: ambos, por el mero hecho de cruzarse con una persona decidida a demonizar su papel, se convierten en malditos, en el colmo de los males, en aquello que hay que maldecir en el mismo momento en que aparece. Y como los mismos felinos, son igual de incomprendidos. Son los malos de la película sin comerlo ni beberlo. Tampoco se trata de comenzar aquí una defensa a ultranza de los lunes: eso sí que resultaría bastante absurdo. Pero aprovechando que se aproxima el estío, me surge una duda que podría compartir. ¿Por qué los lunes también se toman vacaciones respecto a su rol cruel y despiadado? Es decir, cuando alguien se toma unas vacaciones, el carácter nocivo del mil veces mentado aquí primer día de la semana desaparece. Y curiosamente (aunque en realidad no sea para nada curioso, sino más bien lógico y racional), sus vacaciones concluyen al mismo tiempo que quien las ha disfrutado. Ambos vuelven al trabajo a la vez: la persona retoma a regañadientes a su ocupación, y el lunes retorna a enfundarse su casaca gris y amarga.
Qué disparatado resulta ser tan injustos con una mera denominación, lunes, que identifica unos simples días dispuestos en una columna de números concreta, y plasmada en un almanaque. ¿Verdad?
Autor: Adrián E. Belmonte
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