La democracia es, en esencia, el régimen político que encarna la convicción de que debemos asumir el protagonismo de nuestra vida colectiva. Difícilmente se puede hablar de democracia, de poder del pueblo, allí donde no existe el sustrato de «pueblo», es decir, un «nosotros» que decide con todas las consecuencias asumir la propia dirección de su vida en sociedad. Algo que sí sucedió entre los excepcionales ciudadanos atenienses, inventores de la democracia, de la filosofía y de la educación, quienes no aceptaron ninguna justificación externa del poder, bien fuera impuesta por la fuerza (tiranía), por la sangre (monarquía) o por los dioses (teocracia) y prefirieron coger las riendas de su destino.
Cierto que el experimento duró poco…Quizá porque lo que generalmente sucede es que a la mayoría de las personas les resulta mucho más fácil obedecer que mandar, ser dirigidos que dirigirse a sí mismos. Desde los griegos hasta el siglo XVIII el pueblo fue considerado como chusma, plebe, populacho, y como tal se suponía que era incapaz de pensar por su cuenta; pero con la llegada de la Ilustración los súbditos se convierten en ciudadanos y ya no tienen por qué aceptar las opiniones de la autoridad sólo porque ésta las diga. ¿O sí? Dos siglos después de las luces duele comprobar que todavía no hemos alcanzado ni por asomo el ideal ilustrado de una razón autónoma: una reflexión propia e independiente al alcance de todos los ciudadanos de una comunidad política.
Y de aquí proviene, sin duda, el principal déficit de nuestra democracia.En el plano social, lo más inmediato, lo más fácil es que la dirección de un grupo recaiga sobre aquellos que son más fuertes, más ricos, más influyentes, más inteligentes… Lo más natural es que unos manden y otros obedezcan, a ser posible de buen grado y hasta convencidos de que es lo mejor para ellos o, si no, sometidos por la fuerza. Lo que de ninguna de las maneras es espontáneo es que una sociedad o grupo social asuma colectivamente su propia dirección: que incorpore como mecanismo para superar conflictos la capacidad de exponer y de entender razones; que considere a los otros realmente como personas (fines) y no meramente como objetos utilizables (medios); que trate a los demás (incluidas las mujeres) como iguales y como merecedores del mismo protagonismo y respeto; que establezca, en fin, que la opinión de la mayoría es el mejor criterio para tomar decisiones.
Todas estas cosas deben ser aprendidas y, por consiguiente, enseñadas.La democracia no es, por tanto, un sistema natural, espontáneo, que brota y aflora en los individuos al modo biológico, sino que debe ser aprendido por cada generación. Y el olvido de la necesidad de enseñarlo (y, no digamos ya, la decisión deliberada de proscribirlo del sistema educativo, como en definitiva ha hecho el Partido Popular (¿popular, del pueblo?) en la LOMCE al suprimir del currículo la asignatura de Educación para la ciudadanía y buena parte de los contenidos filosóficos), es el primer paso para la pérdida, o al menos para la degeneración de un sistema que nos ha costado mucho conseguir y que, con todas sus imperfecciones es, no obstante, el mejor sistema político que hemos sido capaces de inventar.
Como refería el profesor Aranguren en su libro Ética y política, «la democracia no es un estatus en el que puede un pueblo cómodamente instalarse. Es una conquista ético-política de cada día (…). Es, como decía Kant de la moral en general, una «tarea infinita» en la que, si no se progresa, se retrocede, pues incluso lo ya ganado ha de conquistarse cada día».
Deja tu comentario