Bardomeras y meandros / Mateo Marco Amorós
Fotografía / Joaquín Marín
«La ciudad infinita» es uno de los poemas de Huellas en el paraíso, libro de María Engracia Sigüenza Pacheco que nos ocupó la semana pasada. «La ciudad infinita» resulta un poema bordado dedicado a un magnífico bordador de poemas, José Luis Zerón Huguet. Y son versos con oportunas repeticiones como salmodia.
Señalar preferido un poema resulta arriesgado pues una composición u otra nos afecta más o menos según circunstancias. Este que decimos, y que es sobre París –»ciudad infinita», «ciudad inagotable» según Sigüenza– nos gustó mucho. Pero también el titulado «Ampurias». Viajes en verso, viajes que dictan versos –ya lo dijimos– si viajamos como hay que viajar: A corazón abierto a las geografías. También a las piedras que nos hablan. Porque los restos del pasado susurran. Los podemos sentir vivos pegando oído y corazón. Arqueología que palpita. A Rodrigo Caro, sacerdote, abogado, historiador y poeta, muchos de sus versos se los dictaron los tiestos, las ruinas. Porque hay arquitecturas que hacen vibrar. También la naturaleza.
Así nacen los poemas de Sigüenza Pacheco en Huellas…, fruto de un corazón invadido por los espacios visitados, catapultando sentimientos sobre lo contemplado. Y también, en ocasiones, sobre lo transmitido por gentes que pueblan esos espacios. En solidaridad. Así por ejemplo en «Toulouse» donde: «Era, sobre todo, / nuestra sangre hermanada, / (…)». O en el titulado «Refugiados en la Estación Central de Budapest».
El propósito del libro se resume en «Lampedusa», que podría ser pregón del poemario, en esos versos invitación que dijimos ayer: «Aférrate a mi cuerpo, / viajaremos juntos / hasta llegar al final, / (…)». En el libro cada viaje es vida que impulsa vida. Vida vívida y vivida con intensidad. Viaje que es fusión con el pasado, con lo vivido –disfrutado y sufrido– por los congéneres. Viajes donde las ciudades nos hablan –prosopopeya que dicen los que saben de figuras literarias– alimentándonos el reino de los sueños. Al fin y al cabo se trata de viajar como esponjas, como recomendaba Alain de Botton en El arte de viajar. O fundiéndose en el mismo paisaje de pasados y presentes, como Eliseo Reclus en El arroyo. Viajar sintiendo intensamente.
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