Carlos Bernabé Martínez
Concejal de Cambiemos Orihuela
Desde el inicio de la pandemia, la necesidad de adoptar restricciones en el ámbito de la actividad económica ha puesto en jaque a numerosos sectores cuya supervivencia depende, en mayor o menor medida, del contacto social. Hostelería, buena parte del sector cultural o pequeño comercio se cuentan entre los más afectados.
En ese sentido, creo que tienen toda la razón al señalar el contraste entre las restricciones que se les aplica y la generosidad o mimo con que se trata a grandes centros y superficies comerciales.
También se evidencia un doble rasero respecto a la escasa atención que los discursos institucionales dedican a otros focos de riesgo sanitario, tales como los abusos laborales en el gran agronegocio u otros lugares donde trabajadores/as carecen tanto de condiciones de seguridad como de libertad para denunciarlo sin temor a represalias.
Ahora bien, señalar esa diferencia de trato no debe abrir el camino a rechazar las restricciones, sino a exigir coherencia a la hora de aplicarlas así como protección de las personas económicamente afectadas. Lo sintetizó bien el médico Javier Padilla al afirmar que la clave es «exigir políticas que redistribuyan renta, no que protejan la actividad». Esto es, adoptar tantas limitaciones como sea preciso al tiempo que se garantizan las condiciones de vida de las personas afectadas por ellas.
Afortunadamente, creo que buena parte de la hostelería —al menos en Orihuela— comparte esa visión. La más reciente de sus reivindicaciones a este respecto ha sido un alivio fiscal generalizado. Algo con lo que estoy de acuerdo y que debe ser complementado con otras medidas, tales como rentas de ciudadanía, ayudas directas o regulación de alquileres. Al fin y al cabo, de poco sirve un alivio fiscal si no se garantizan condiciones para una vida digna. La clave
es cómo financiar ambas cosas: tanto la reducción de impuestos por un lado, como los mecanismos de ayuda directa, por otro.
España tiene un doble problema en materia de impuestos. Somos un Estado que recauda menos que la media de la zona euro en proporción a su PIB (6 puntos por debajo). Pero, a la vez, somos un Estado en el que gente trabajadora, autónomos/as o pymes soportan una carga fiscal más bien elevada. ¿Cuál es el problema entonces? Por decirlo en plata: España es poco menos que un semiparaíso —fiscal y no fiscal— para grandes fortunas, élites económicas y grandes empresas.
Les pongo un par de ejemplos: en 2018, a cuenta del Impuesto de Sociedades, en España las grandes empresas pagaron un tipo real del 7,88%, muy por debajo del tipo general del 25% y muy por debajo, también, de lo que en efecto pagan las pymes. Por no hablar de la comparativa proporcional con lo que lo que tributan las personas en régimen autónomo. Una diferencia que, por supuesto, también se acentúa con los bancos. Por otra parte, hasta dos tercios de grandes fortunas eluden pagar el Impuesto sobre el Patrimonio.
Son sólo dos ejemplos de una tendencia general. En España, cuanta más riqueza se acumula y más cerca se está de la cúspide de la pirámide, menos impuestos se pagan. La cuestión es que reducir la recaudación (incluso renunciar a aumentarla) implica, forzosamente, emprender un camino de nuevos recortes del sector público que tan fundamental se ha revelado en esta crisis (siempre lo ha sido aunque algunos se hayan empeñado en negarlo y maltratarlo).
Por tanto, la única salida posible para aliviar fiscalmente a sectores pequeños y medianos sin que ello redunde en un nuevo empeoramiento de sanidad, educación u otros servicios públicos pasa, necesariamente, por un aumento de la presión fiscal por arriba. Algo que, de paso, nos aproximaría más al cumplimiento del artículo 31 de la Constitución Española, que exige que todos contribuyan al gasto público «de acuerdo con su capacidad económica».
Alguien pensaría que avanzar en este sentido sería inútil y que la economía no funcionaría. En realidad, esto es históricamente falso: durante la parte central del siglo XX, tanto en Europa como en EE.UU —lugar poco sospechoso de comunismo— los más ricos tenían una presión fiscal mucho más elevada (hasta el 90% en algunos casos). Algo que no les impedía seguir siendo obscenamente ricos después de contribuir a la hacienda pública.
La reivindicación de la pequeña hostelería de ser aliviada fiscalmente es perfectamente razonable y debemos materializarla. Pero ojo con los líderes políticos que se están apropiando de esa demanda al tiempo que niegan la necesidad de cambiar la estructura fiscal en España. Porque esa hipocresía sólo puede significar dos cosas: o no tienen la más mínima intención de llevarla a la práctica; o bien pretenden que el alivio fiscal vaya acompañado de una nueva oleada de recortes del sector público. En ese caso, de poco serviría pagar menos impuestos si luego se está
condenado a pagar seguros privados de salud o se carece de servicios públicos de calidad.
Hace poco más de 20 años, en una manifestación contra la Organización Mundial del Comercio, se hizo famoso un cartel que rezaba «tortugas y camioneros unidos por fin». Tan nefastas eran las políticas que allí se defendían (y que guardan relación con lo que hoy nos pasa), que sectores históricamente enfrentados, como sindicatos de actividades contaminantes y ecologistas, estaban unidos bajo un enemigo común.
Esta terrible pandemia y la crisis socioeconómica derivada de ella nos empuja a tejer alianzas y plantear necesidades comunes entre sectores que tienden a pensarse como enfrentados o, cuando menos, aislados entre sí. Las exigencias de la pequeña hostelería, pequeño comercio o pymes conectan con las necesidades de gente trabajadora y de movimientos en defensa de un Estado del Bienestar más eficaz y fortalecido. Una parte del denominador común pasa por un sistema fiscal verdaderamente justo y progresivo, donde cada cual contribuya según su capacidad para tener la garantía de un Estado que nos proteja según nuestra necesidad.
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