Por Mateo Marco Amorós / A cara descubierta
Imagen / Joaquín Marín
Este verano la lectura de las memorias de Julio Nombela, publicadas bajo el título «Impresiones y recuerdos», nos ha permitido conocer pormenores de la política y sociedad españolas entre 1836 y 1912. Pero hay situaciones y comportamientos humanos atemporales. Que, como enquistados, se daban, se dan y seguramente seguirán dándose. Para mediados del XIX, Nombela reflexiona sobre el comportamiento del funcionario español y la imagen que nos dibuja, siendo injusta toda generalización, redunda en el dicho popular de «si quieres saber cómo es fulanito, dale un carguito».
Para Nombela los funcionarios, particularmente los de Madrid, se consideran raza superior. Se consideran amos. Se olvidan de que son servidores públicos y de la amabilidad que exige el trato entre personas educadas. Acusándoles de vanidosos, comenta, como ejemplo, que «desde el momento en que un portero se pone un pantalón con franja dorada y una levita también con galones, se figura que es un personaje, y si es humilde para con los jefes, los diputados y los senadores, a todos los demás ciudadanos los mira por encima del hombro.»
Mediados del diecinueve, principios del veinte, principios del veintiuno… «Si quieres saber cómo es fulanito…» Parece que no cambiamos. Y seguimos teniendo experiencias en las que quien ha de atendernos con la corrección que simplemente exige el trato humano, no nos atiende, sino con aspavientos y desdén. Transmitiéndonos la sensación de que importunamos. O persuadiéndonos de la necesidad de un favor para que lo que precisamos se solucione. Como en país del «cómo va lo mío». Y eso que lo que normalmente precisamos en absoluto es favor, sino derecho.
Abominamos ser exigentes y procuramos dirigirnos a quien ha de atendernos con respeto y educación. Lo normal es que se nos despache con atención y diligencia. Pero aún hay quienes viéndose en un cargo de servicio, sea de mayor o menor responsabilidad, se crecen al considerar que teniendo que pasar por sus manos la solución, creyéndose indispensables y suponiendo nuestra dependencia, nos humillan. Lástima por ellos. Porque deberían saber que a mayor poder, más servicio. Y serían mucho más felices en su cotidiano quehacer.
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