Mateo Marco Amorós / Uno de aquellos
Joaquín Marín / Fotografía
Si pudiera recuperar algún gesto del niño que fui, mi rostro reflejaría la admiración causada al observar la fotografía de un Concorde. O su vuelo en televisión. Espectacular. A principios de los setenta era aquel avión para nosotros un adelanto del futuro que nos esperaba. Cuando aún jugábamos entre carros y mulas, en unas calles sin asfalto ni coches.
En aquella infancia rural lo supersónico era parte de nuestro porvenir. Como los electrodomésticos de las casas de Estados Unidos que conocíamos gracias a las películas. Pero el Concorde fue y no fue. El Concorde, en palabras de Charles Krauthammer, ya no es sino pieza del Museo de Cosas Demasiado Hermosas y Complejas para Perdurar.
Hace unos años Charles Krauthammer, politólogo, economista y columnista en «The Washington Post» publicó un artículo en «El Mundo» titulado «Cuatro décadas perdidas en la órbita espacial» (EL MUNDO, 20.09.2009). En él, lamentaba con incredulidad el desinterés oficial estadounidense por la exploración del espacio. Y más concretamente por la exploración lunar. Admirando el transbordador espacial decía, no obstante, que habría que jubilarlo junto con el Hércules H4 –ese mastodóntico hidroavión cancelado después de su primer vuelo en 1947– y junto al Concorde; todos al «Museo de las Cosas Demasiado Hermosas y Complejas para Perdurar.» Museo de las cosas que fueron y dejaron, más o menos pronto, de ser. Ahí nuestro Concorde, cosa hermosa.
Del «pájaro» –por su «pico» nos parecía un pájaro– admirábamos su morro inclinable que facilitaba la visibilidad en los despegues y aterrizajes. Inclinable como el del Tupolev TU-144 de más corta vida que el Concorde. Admirábamos sus alas delta, su grandeza y velocidad. La velocidad era también futuro para nosotros. En aquellos años, nos acercábamos a los escasos coches que había y lo primero que mirábamos era el velocímetro. Mirábamos cuánto podía correr. Lo máximo que marcaba el Seiscientos era ciento veinte kilómetros por hora y todo lo que superara los ciento veinte ya era supersónico. Pero no como el Concorde, el más supersónico. Dos mil ciento cincuenta y ocho kilómetros por hora, velocidad de crucero. Superando la velocidad del sonido. Futuro que ya no es.
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