Bardomeras y Meandros / Mateo Marco Amorós
Joaquín Marín / Fotografía
El nueve de septiembre pasado, INFORMACIÓN de Alicante publicaba este titular: «Los casos de discriminación lingüística se duplican en la provincia». La noticia, firmada por Carlos Bartual, se hacía eco de las denuncias presentadas ante el Síndic de Greuges. Denuncias que en agosto eran diecisiete cuando en todo el año anterior habían sido nueve. No frivolicemos con la dimensión de los números absolutos porque bastara que una persona se sintiera discriminada por cualquier motivo para tener que preocuparnos en una sociedad que estimamos justa. Entonces era Escola Valenciana quien elevaba la voz contra la injusticia de ser discriminado por usar una de las lenguas oficiales de la Comunidad Valenciana: el valenciano.
En el verano de 2017, cuando el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana suspendía cautelarmente la ley de plurilingüismo, también fue Escola Valenciana quien proclamó: «Los padres tienen el derecho de elegir la lengua de enseñanza que quieren para sus hijos, y los que han elegido valenciano y ahora se vean obligados a ir a una línea en castellano van a tener nuestro apoyo para lo que haga falta». (INFORMACIÓN, 30.07.2017)
Pues eso mismo pero para el castellano es lo que se escucha ahora en boca de progenitores por territorios de la Comunidad: Que «los padres tienen el derecho de elegir la lengua de enseñanza que quieren para sus hijos». Estamos en las mismas. Porque lo que quieren los padres es que los hijos aprendan, considerando que es más fácil aprender en la lengua propia que en una lengua que no dominan. Así, la ley de plurilingüismo parece no satisfacer las demandas.
El maestro Ángel Ortiz Gea, tertuliano de lujo con el que coincido en el MADEIRA, en un santiamén me recuerda los elementos básicos de la comunicación definidos por Saussure. Eso de emisor, receptor, mensaje, referente, canal, código… Aquí la clave. Porque si el código entre emisor y receptor no es el mismo, o falla, distorsiona la comunicación. Torre de Babel. Es por lo que importa eso que decimos «lengua vehicular» o «lengua franca», aquella en la que emisor y receptor, de mutuo acuerdo, se entienden. Sin discriminación.
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