A cara descubierta / Mateo Marco Amorós
Fotografía: Joaquín Marín
De mi infancia recuerdo felices los días de lluvia entre semana. Era un pasado, como todos los pasados, más lluvioso. Así lo recuerdo. Días felices entre semana porque nuestra fiesta con el agua de lluvia estaba en el patio del colegio. Un patio, como todos los patios de la infancia, muy grande. Y de tierra. Allí, en el patio del colegio, aquellos días de lluvia se formaban charcos enormes.
Estos días, madre nos ponía las katiuskas. Entonces esas botas eran uniformes. Negras negras. Acaso, algunas, negras charol. Nada de dibujos infantiles. Nada de colores. Negras negras o negras charol. Las botas impermeables nos permitían saltar entre los charcos y sobre los charcos. —En los charcos saltaremos tú y yo —dice la letra de una bonita canción de Dani Martín titulada precisamente «Los charcos». Cuando la escuchamos nos traslada a la infancia de aquellos días generosos de lluvia.
Como a la infancia de aquellos días generosos de lluvia nos lleva un fragmento del libro de Eliseo Reclus titulado «El arroyo». Uno de nuestros libros de geografía preferidos. El geógrafo anarquista recuerda que los chiquillos, cuando los fuertes chaparrones, llenándose de agua los canales, jugaban a construir presas, encerraban la corriente en un desfiladero, conseguían que ésta se precipitara en rápidos y también formaban caprichosamente islas o penínsulas. Esto es, sobre aquellas corrientes que colmaba el aguacero jugaban a ingenieros construyendo infraestructuras. Y jugaban a Dios –o a Naturaleza– construyendo geografías. Así nosotros en nuestra niñez con nuestras botas impermeables, negras negrísimas, en aquel patio grande de arena y anegado del colegio. Abríamos canales para comunicar unos charcos con otros, construíamos puentes con palos y palillos. Embalses en los hoyos para las canicas. Amontonábamos arena y piedrecillas formando presas, islotes, penínsulas, istmos… Como ingenieros. Como Dios o Naturaleza. Las botas y los pantalones terminaban pespunteados de barro. Luego, desde el aula mirábamos el inmenso patio como suponíamos que Dios veía el orbe después de la creación.
El recuerdo nos trae una sensación de cansancio satisfecho. Como si el mundo estuviera mejor hecho gracias a nuestros afanes en aquellos días generosos de lluvia.
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