Bardomeras y meandros / Mateo Marco Amorós
Fotografía / Joaquín Marín
Hubo un tiempo en el que nos dio por coleccionar esas notas que algunos «curalotodo» dejan en los parabrisas de los coches. O en los buzones. Todavía conservo algunas. En ellas suelen presentarse como astrólogos, videntes, médiums, maestros… La mayoría diciéndose africanos. Utilizando nombres exóticos y anunciando remedio contra todo tipo de problemas «por muy difíciles que sean». Problemas de amor, de salud, de trabajo, de familia, de estudios, de negocios, de vicios, de brujería… La enumeración es inacabable apuntando un etcétera. Certificando lo afirmado al principio de la nota: «No hay problema sin solución». Asegurando rapidez, eficacia, garantía.
Estos reclamos suelen venir ilustrados con pequeños dibujos de estrellas, media luna creciente o decreciente, algún corazón, una pareja unida… Resaltando el número de teléfono al que se nos insta a llamar.
Por el respeto que le tengo a quienes en mi tierra tradicionalmente se han llamado curanderas –pues han sido mujeres las que personalmente he conocido y conozco y puedo hablar– no he querido decir curanderos para referirme a estos «curalotodo». Las curanderas que yo he conocido no prometían la luna, limitándose a remediar luxaciones y dolores de huesos sin más «magia» que su don o habilidad. Cierto que en su quehacer les envolvía cierta espiritualidad y muchas estampas de santos y vírgenes según devoción. Por lo demás nunca he experimentado mayor diferencia que cuando hemos acudido a una clínica fisioterapéutica. Acaso el marco: el mobiliario, la envoltura. En la clínica, más clínica. Más modernidad. Donde las curanderas, más doméstico. La casa. Y las vecinas guardando con celo la vez. Contándose en la espera el balance pormenorizado de dolencias. Y las ternuras de la memoria que recordando lo perdido también duele.
—Tienes la sonrisa de tu padre. Y también, en la cara, en la cara «te se» nota la carica de tu madre. ¡Qué buenos eran! ¡Qué lástima los dos yéndose tan pronto! —me dijo una señora donde la curandera cuando le respondí a su cariñoso «y tú de quién eres». Y a mí, que sólo había acudido allí por un fuerte dolor de espalda, se me enganchó el corazón.
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