Se equivocan los ingenuos (o cínicos) que conciben la corrupción como un problema “individual”, fruto de la decisión deshonesta de un sujeto político. La corrupción no es el cáncer que corroe al sistema, sino el lubricante del motor que lo alimenta. Es el precio con el que nuestra magra democracia se vende a los mercados ¿Habría sido acaso posible destrozar el litoral valenciano para gozo de constructores y empresarios si no hubiera habido un partido corrupto que sostuviera tales políticas contra sus propios ciudadanos?;¿creen que el PSOE hubiera podido gobernar Andalucía durante lustros, manteniendo esta comunidad como una de las más pobres de España y subordinada a los intereses de élites y terratenientes, sin haber tejido una red clientelar corrupta que los sostuviera en el poder?;¿cómo se explican las fructíferas relaciones que hay entre grandes partidos, ciertos sindicatos, entidades bancarias y gran capital en general si no es por la simbiosis que unos y otros tejen sobre la azotada espalda de la ciudadanía? Bárcenas tendrá cuentas en Suiza sí, pero ¿de dónde sacó el dinero?¿Por qué tantos políticos acaban prestando servicios a las grandes empresas tras retirarse? ¿Por qué el PSOE indultó a un banquero poco antes de abandonar la presidencia? De hecho, no seremos los militantes críticos de IU quienes neguemos los problemas de la organización, pues el anquilosamiento institucional de parte de la izquierda no se puede comprender sin la presencia de corruptos como Pozuelo en Redován (por fortuna ya expulsado) o Moral Santín en CajaMadrid (de donde tampoco escapa la Cruz Roja). La corrupción no es, pues, el problema de un sujeto, sino el de grandes grupos de poder que, para sobrevivir política y económicamente, necesitan corromperse. Unos más que otros, desde luego.
Así pues, erraríamos si nos prestásemos al debate de quién encabeza una eventual moción de censura en Orihuela. La cuestión no es quién se convierte en capo de la mafia, sino la mafia misma. Medina puede asemejarse a ese rey sátrapa que, forzosamente retirado a una impune y tranquila jubilación, perdió su corona a manos de Lorente, en todo parecida a la taimada e inteligente princesa que conspiró contra la mano que le dio de comer pero que, embriagada de poder, perdió el trono de la forma más rara que puede hacerlo un fascista: mediante unas elecciones. Barberá emula al valido de la corte, el tipo práctico capaz de tomar crueles decisiones sin por ello firmarlas con su nombre. Una sombra dentro de las sombras, esperando el momento para salir a la luz. Y por último, la inefable Ferrando deambula por palacio como ese bufón contrahecho y estulto, incapaz de articular un discurso con mínima coherencia y que encuentra su única fuerza política en los exabruptos que pronuncia, de tanto en tanto, provocando a medias la hilaridad y el miedo de cortesanos y plebeyos. Sin embargo, todos ellos pertenecen al mismo entramado y el debate no ha de ser, por tanto, quién de estos oscuros personajes acaba por tomar la corona, sino que todos responden, con diferentes estilos y maneras, a los mismos intereses. Los reyes no reinaban para su propia codicia, sino para la de las sotanas y nobles que los sostenían. De igual forma, los partidos no son corruptos únicamente para beneficio propio, sino para el de los grandes empresarios y mafiosos que los corrompen.
Desde luego que el tripartito ha distado mucho de ser la alternativa que Orihuela necesitaba. La incapacidad de romper con la lógica neoliberal en lo económico (liberalización de horarios y privatización de servicios); la negativa a romper con los anquilosados e injustos modelos de democracia representativa liberal (¿qué fue de los presupuestos participativos?, ¿cómo participa el pueblo en las grandes decisiones?) o la concesión de asesorías como favores políticos, todo ello conforma el claro ejemplo de que el tripartito no ha roto con las políticas del PP tanto como afirma. Y, sin embargo, tampoco podemos negar que ciertas cuestiones han cambiado, siquiera ligeramente: la confrontación de ideas, los márgenes de acción política y las relaciones entre poder y ciudadanos, lejos de ser las deseables en un verdadero sistema democrático, tampoco están a niveles tan bajos como con los garrulos que antaño gobernaban.
Muchos alertamos, desde la primera jornada poselectoral, que la opción del tripartito y su estrategia cortoplacista de echar al PP de la alcaldía a cualquier precio, podría hacer perder la perspectiva de la larga y sostenida revolución política que nuestro pueblo demandaba. Ahora que la oscuridad planea (ojalá frustradamente) con volver, esperemos que algunos aprendan que la clave no es eliminar la corrupción para salvar el mundo, sino cambiar el mundo para acabar con la corrupción.
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