Buenos y malos oriolanos

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Por Juan de Oleza

Que la mayoría de películas las ganan los buenos es una norma general que se estableció en el celuloide prácticamente desde el nacimiento de la ficción en el mismo. El éxito en taquilla ha estado ligado desde los comienzos del séptimo arte a la victoria del bien sobre el mal para que el espectador, en general, quede satisfecho con un final feliz que le arrope al concluir una historia de acción, drama o thriller. El profesor de la Universidad de Granada, Miguel Lorente Acosta, dice en un curso sobre Masculinidad y Violencia, que lo primero que hace una película, hablando en términos gráficos, es dividir a los personajes entre “buenos” y “malos” según su vínculo con la historia y el marco del relato. Pero si nos damos cuenta, esa definición no se refiere al contexto legal o formal, de manera que los “buenos” sean los personajes que actúan bajo la ley y los “malos” los que lo hagan al margen de ella. La descripción se hace sobre la trama, de manera que la formalidad del sistema queda supeditada al significado de la historia y al relato de los personajes.

Algunos ejemplos de esta situación podemos verlos en películas conocidas y de gran éxito en épocas pasadas. Sirvan como ejemplos: “El bueno, el feo y el malo”, “Hasta que llegó su hora”, “Solo ante el peligro”, “La muerte tenía un precio, “Centauros del desierto”, “Río Bravo”, “Dos hombres y un destino”, “Horizontes de grandeza” “El Dorado”, “Duelo en la alta sierra”… Con ellas crecimos los de mi generación que nos dábamos cita en el Teatro Circo, el Novedades, el Riacho o en el antiguo Cargen, luego Casablanca. En ellas, el bueno era el “bueno” y el malo es “malo”, no hay duda, aunque jugaban con el relato para que todos nos hiciéramos cómplices del uso vengativo de la violencia y al margen de la ley, pero para defender el orden dado y sus reglas que no son respetadas por sus propios defensores. Tampoco es casualidad que en la película de la vida se actúe de forma similar creando el grupo de los malos y los buenos. Pero de nuevo comprobamos como la ficción es incapaz de superar a la realidad.

Nunca se me hubiera ocurrido pensar que alguien, en su sano juicio, pudiera querer lo peor para su pueblo. Pero el alcalde de Orihuela, que lleva varias semanas dando tumbos a cuenta de la anulación del juicio sumarísimo a Miguel Hernández, no solamente lo cree sino que se ha atrevido a expedir carnets de buenos y malos entre sus conciudadanos. En pleno acto institucional del 9 de Octubre, Vegara Durá afirmó textualmente y sin rodeos: “Os pido, con toda claridad, a aquellos que no deseen lo mejor para nuestra ciudad, que se aparten, y a aquellos que quieran sumar, contribuir y colaborar para el bienestar de todos los oriolanos, que se unan. Los estamos esperando”. Cínica invitación, sin duda, esta de la segunda parte porque conozco a más de uno que, desinteresadamente, han querido aportar sus conocimientos en beneficio de Orihuela y ha sido arrojado a las tinieblas exteriores por su independencia de criterio. Pero es más: a estos ‘malos’ oriolanos “cortos de miras” tuvo la osadía Vegara de acusarlos de impedir el avance del municipio y de ejercitar “actitudes destructivas” en perjuicio de Orihuela.

Es decir, tenemos al alcalde levantando muros, como desde hace tiempo viene haciendo Pedro Sánchez, y desde luego muy lejos de la postura de su jefe Carlos Mazón que, el mismo día y casi a la misma hora, afirmaba en Valencia: “Esta es una jornada en la que se entiende que la valencianía es un puente y no un muro, en la que se exhiben nuestras señas de identidad como ejemplos de amor por lo propio y no como odio a lo ajeno”, al tiempo que destacó la necesidad de “hablar” para solucionar los grandes retos que tiene la Comunidad Valenciana y “ser pragmáticos” a la hora de dialogar con el Gobierno central, conversación, según Mazón, que “sólo puede tener un tono: el del rigor” y “sólo puede tener un fondo: la igualdad de todos”.

También escuché la semana pasada a Felipe González y a Alfonso Guerra lamentarse al unísono de que algunos querrían que volviéramos a la dictadura porque consideran que quienes no piensan como ellos les están atacando. Y me he acordado asimismo de aquel Fray Gerundio de Campazas que se inventaba el maniqueo. Este personaje fantástico es el protagonista de la novela aparecida en la segunda mitad del siglo XVIII, cuyo título completo es Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, que fue creado por el escritor José Francisco de Isla y Rojo (conocido como el Padre Isla). Se trata de una obra esencialmente crítica donde se pone en ridículo la moda de los oradores de la época que utilizan en el púlpito un lenguaje gongorino altisonante. Fray Gerundio se distingue por su mal gusto y su audacia a la hora de emplear frases rebuscadas y sin ningún sentido.

Por otra parte, en Las claves de la argumentación, Anthony Weston distingue entre argumentos por analogía, argumentos de autoridad, argumentos acerca de las causas y argumentos deductivos. Dice ya en la introducción que “Algunas personas piensan que argumentar es, simplemente, exponer sus prejuicios bajo una nueva forma”. Y termina dedicando un capítulo completo a las falacias (esto es, errores en los argumentos) que clasifica en dos grupos principales: el de la generalización a partir de una información incompleta (“Es fácil apreciar este error cuando otros lo cometen, y más difícil de ver cuando es uno quien lo hace”); y el otro, el olvido de alternativas: “Estas explicaciones alternativas pueden ser olvidadas si usted acepta la primera explicación que se le ocurra”.

Pero volvamos al meollo de la cuestión. ¿Es peor oriolano quien protesta por la endémica situación de abandono en la que se encuentran los jardines de la Glorieta y la Avenida de Teodomiro? ¿Es mal oriolano quien quiere, como en su día se acordó, que el monumental edificio de Santo Domingo vuelva a ser sede universitaria? ¿Es mejor oriolano quien no se queja de la suciedad en calles y plazas? ¿Cumple los cánones de la buena ciudadanía quien practica o se beneficia del nepotismo en la adjudicación de empleos o licitaciones públicas? ¿Es buen ciudadano quien no protesta por el descomunal incremento en el precio final de las obras y servicios municipales, o consiente desde su puesto público que ello se produzca por negligencia en la tramitación de los expedientes? ¿Es peligroso ciudadano quien desea que a la promoción de la figura de Miguel Hernández se dediquen recursos humanos y económicos suficientes? ¿Es de mala condición el oriolano que propugna una mayor atención a la costa del municipio? ¿Es buen gestor de la cosa pública oriolana quien se olvida de concurrir –o llega tarde- a las convocatorias de subvenciones de otras Administraciones?…Seguro que ustedes –que, como yo, nada desean más que el progreso de Orihuela- son capaces de seguir con las preguntas y conocen sobradamente la respuesta.

Dicho todo lo cual, agradecería a quien lo sepa me informara dónde puedo llevar mi currículum para que comprueben si tengo suficientes sexenios de oriolanismo o todavía me falta alguno para lograr el objetivo. Porque esto es lo que más me preocupó desde que tuve uso de razón. Y, después de tanto esfuerzo desinteresado, no quisiera morirme sin conseguir tan ansiada meta.

Otrosí digo: El griego Plutarco, a finales del siglo I, relató en su obra ‘Vidas paralelas’ que el rey Tigranes mandó cortar la cabeza al correo que le llevó malas noticias, consiguiendo que desde entonces nadie se atreviera a contarle la verdad. Menos mal que llegó después la Declaración Universal de Derechos Humanos cuyo artículo 19 establece que “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión”, derecho que incluye “no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir información y opiniones y el de difundirlas, sin limitación de fronteras por cualquier medio de expresión”.

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