Anatomía de la melancolía: Noches de bohemia

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Imagen de Joaquín Marín

Por Mateo Marco Amorós

Cuando el solsticio de verano, en Alicante capital, viviendo vida de estudiante, siendo los últimos coletazos del curso, días aún ásperos si quedaba algún examen por hacer, las noches previas a la noche de San Juan y la misma noche de San Juan eran noches de no dormir. Visitábamos en cuadrilla algún piso de compañeros improvisando la cena, callejeábamos entre verbena y verbena, en ocasiones haciendo un alto delicioso en Plaza Manila para tomar un helado y, sí o sí, terminar en alguna playa. Ya en el Postiguet, ya –disponiendo de algún coche– en la Albufereta, en San Juan o en El Campello. Toda la noche.

Salvo los instantes de las verbenas, no eran noches de farra. Las recuerdo tranquilas. Sin estridencias. El de las verbenas era para mí el peor momento porque no me gusta bailar, lo que me apartaba del grupo. Pero lo compensaba pegándome al escenario para observando a los músicos disfrutar de su maestría. Conocí orquestas maravillosas. No asocio una verbena sin conjunto de músicos dejándose la piel. Lo de las discomóviles, lo de los pinchadiscos machacones lo llevo muy mal por esa infatigable animación que subliman, irritándome su afán de dirigir al público con ínfulas propias de un instructor de marines.

Lo mejor era la playa. Compartiendo en la oscuridad las ternuras cómplices que proporciona la amistad sincera. Las sonrisas, las risas discretas. Como jóvenes piratas navegando en el océano de la noche. Travesía nocturna en la que confesábamos, íntimos, lo que pensábamos; y los horizontes del futuro que pretendíamos. Contándonos, plenos de sinceridades, lo que queríamos ser. Eso que algunos teniéndolo claro desde tiempo atrás, ya atisbaban más próximo. Como tierra a la vista.

Me enternecen estos recuerdos porque siento que esas noches, conduciéndonos sobre los brillos de escamas de un mar labrado de luna y platas, tocábamos las estrellas. Secas las bocas, apuntaba el alboreo. Graznidos de gaviotas. La velada había mermado al grupo, dispersando a algunas parejas que en el frescor matutino se descubrían acurrucadas sobre la arena en un bulto abrazado, trabado de besos y ternuras. Y entonces… Era el amanecer.

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