Por Mateo Marco Amorós
Ha sido la canción del verano: «Malditos turistas». Y su estribillo, requeterrepetido: «malditos turistas». Las playas, los museos… abarrotados. Las ciudades intransitables. Y el calor, el insoportable calor. Un año más me prometo no volver a viajar en verano y maldigo a los turistas como si yo no lo fuera. Me molesta su presencia, como si la mía no invadiera lugar.
La cuestión ha ocupado tertulias en emisoras y columnas de prensa. Exquisito me creo privilegiado, como tocado por un don que no tiene ese señor quemado por el sol que en bañador, formando un corro familiar, con un flotador colgado al hombro, apura un helado que se derrite rápidamente. Ellos molestan, yo no. Ellos son masa, ¡turistas! Yo soy especial. ¡Menuda actitud, la mía, viendo la paja en ojo ajeno! Pero veamos la viga.
Hemos saturado todo. Y somos –todos– elementos protagonistas de la saturación. Por más que me empeñe no me salva ni mi arrogante delicadeza ni mi pretencioso refinamiento. Revivo algunos espacios visitados que siento perdidos y… Fue una vez, extraviado en la noche, por estrechas carreteras alrededor de los castillos del Loira. O aquella vez, también perdido, en un laberinto de eucaliptos, por intrincados caminos de monte cercanos a la ría de Lires. O aquella ruta por la zona volcánica de la Garrotxa hasta la ermita de santa Margarita. O un baño en Bujaruelo, bajo el puente, donde el agua fría o… Todos esos rincones que uno disfrutó prácticamente en soledad y hoy repletos los siente perdidos. Moribundos. O muertos porque los hemos matado.
Su atracción me aparece ahora contaminada. Lamento su pérdida culpando a otros sin querer reconocer que yo también soy un otro. Y siento mi intimidad derretida en los calores al tiempo que tomo conciencia de que soy un grano de arena de los que conforman el desierto de la masificación turística. Otro parásito más que erosiona los espacios, naturales y culturales, que se nos mueren de éxito. Y todos esos malditos turistas que detesto son hermanos del maldito turista detestable que soy. Espejo en el que no quiero verme porque me veo.
Bueno, la primera vez que viajé en avión con mi padre para ir de vacaciones éste dijo, recuerda que habrá un día en que saldrá un avión por minuto.
Eso arroja la friolera de un enorme número de pasajeros hoy en día.
Y hace unos veinte años, llevando a mis alumnos por Huesca, subimos a 2000 m de altura en el tren de Artouste para visitar el lago que lleva ese nombre. Dicha visita tenía una corta duración ya hecho el ascenso para evitar la masificación.
En mi opinión, lo que hay que hacer es ser respetuoso con el entorno, monumental o natural y controlar los tiempos.
Así, por ejemplo, en el Kremlin dispones de tres cuartos de hora para recorrerlo ¡y no se te ocurra incumplirlo!