Por Mateo Marco Amorós
Fotografía de Joaquín Marín
En la niñez nos obsesionó la posibilidad de ir al infierno. En un librito de comunión, en dos páginas contiguas referidas a los diez mandamientos, dos ilustraciones contrastaban el destino de quienes cumplían o no la Ley de Dios. En una, un puente sin deterioro, perfecto y útil, sólidos sus diez pilares –cada pilar simbolizaba un mandamiento– conducía a la Gloria. Resultaba un dibujo agradable. En la otra hoja, en una viñeta tétrica, el puente con los pilares resquebrajados, roto en tramos, los transeúntes se precipitaban hacia un infierno poblado de llamas y seres monstruosos que torturaban a los caídos. Este dibujo cebaba mis temores.
Eduardo Garnier en su libro Fenómenos. Enanos y gigantes que hicieron historia, obra de 1886, nos informa sobre el conde Borulawski –así dice por Boruwlaski–, un célebre enano que entre mediados del XVIII y principios del XIX se ganó la vida dando conciertos por las cortes europeas y otomana. Como violinista talentoso y guitarrista lo catalogan sus biógrafos. También apuntan que bailaba al tiempo que tocaba la guitarra.
Actuando en Leeds, una voluminosa señora le preguntó a qué religión pertenecía. —A la católica romana —le respondió Boruwlaski. A la gruesa señora le pareció que ese no era el mejor camino para entrar en el cielo. Boruwlaski, contestándole, dijo que «siendo muy estrecha la puerta del cielo, tenía más probabilidades que ella de entrar en él». Noventa y nueve centímetros llegó a medir Boruwlaski. O poco más. A pesar de su ocurrente respuesta, bien sabía que traspasar la puerta del cielo no dependía del tamaño físico.
Józef Boruwlaski, de origen polaco, murió en Durham (Inglaterra) el cinco de septiembre de 1837. Fue un enano longevo, pues murió con noventa y ocho años. Hombre muy educado. Y por lo leído buen músico. Si bien a muchos les atrajo más el morbo de su ser diminuto que sus dotes artísticas. Como persona sufrió el amor, el no correspondido y el correspondido. Dicen que se ganó el corazón de su futura esposa, Isalina Barbutan, escribiéndole cartas de amor. ¡Ay el amor, eso sí que abre la puerta del cielo!
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