Fruto de la batalla de Almansa en 1707, el 25 de abril quedó marcado como fecha oficiosa de reivindicación valencianista. Durante largo tiempo, sin embargo, la identidad valenciana oficial estuvo copada por un Partido Popular que, envuelto en su particular senyera de valencianismo rancio y retrógrado, logró construir un proyecto político basado en la corrupción, los recortes y el saqueo de lo público. El “buen valenciano” era el que toleraba a un gobierno autonómico que, con permiso de la Comunidad de Madrid, fue el más agresivo de toda España. Hoy, la crisis política y el cambio institucional abren la posibilidad de reformular el proyecto autonómico bajo valores diferentes a los que hasta ahora nos han gobernado. Lograrlo, y hacer a la Vega Baja partícipe de lo mejor de ese posible cambio es uno de los desafíos a que nos enfrentamos ahora.
Durante esta legislatura el PP local ha insistido en su secular rechazo a todo lo relacionado con la lengua valenciana. En el discurso institucional del 9 de octubre, el alcalde de Orihuela se refirió al valenciano como una «imposición». Recientemente, en la visita del President de la Generalitat a Orihuela, el mismo alcalde le entregó un documento donde exigía «respetar el uso del castellano en la Vega». Idea repetida en la visita del Conseller de Economía hace unos días. La supuesta «imposición» del valenciano en nuestra comarca responde a un mito construido con tanto éxito que ha llegado a calar entre sectores progresistas de nuestra población. Quisiera explicar por qué creo que esta idea es tan falsa como inútil. Vaya por delante que es opinión propia que no refleja un sentir colectivo de Cambiemos Orihuela, pero creo que el debate es necesario.
Veamos la “imposición”. ¿Cuántos impedimentos existen para hacer un trámite administrativo en la lengua de Cervantes?; ¿a qué persona se ha negado el estudio, conocimiento o uso del castellano en un entorno oficial en nuestra comarca?; ¿cuánta gente ha sido multada o marginada por utilizar el castellano? Hablar de imposición del valenciano en la Vega Baja supone, con todo el respeto, un ejercicio de auténtica irresponsabilidad histórica. Si quieren «imposición» vean el «método del anillo» aplicado en el País Vasco durante la primera parte del siglo XX. Cuando profesores colocaban un anillo a aquellos alumnos a los que oían hablar euskera, después, estos buscaban a compañeros que hiciesen lo mismo y, entonces, pasaban el anillo de mano. A final de semana, el alumno que tuviera el anillo recibiría un severo castigo. Represión miserable que convertía al afectado en delator y confidente para huir del daño propio. «Imposición» es la orden del Ayuntamiento de Gernika que, en 1949, prohibía la lengua vasca en las losas del cementerio. Ni morir en lengua propia permitían. Ese y otros muchos casos similares son una imposición. Incorporar el valenciano a la normalidad institucional, educativa y social de nuestra comunidad no es imposición, sino recuperación de normalidad lingüística largo tiempo negada.
Ahora bien: ¿cómo articular la Vega Baja bajo esa nueva voluntad autonómica, perfectamente legítima y razonable?
La clave es que no estamos ante un problema estrictamente lingüístico, sino político. Bajo la retórica de la «protección del castellano» se promueve no sólo una intolerancia hacia el valenciano, sino a las demandas de progreso social de quienes lo reivindican. Así, esta actitud no sólo nos cierra la puertas a una comunidad lingüística de casi 10 millones de hablantes; sino que también divide y separa a nuestra comarca de otros polos de progreso en el marco autonómico. La polémica lingüística es para el gobierno local lo mismo que para el nacional: una excusa para desplazar los ejes de discusión. Los pueblos no se dividen sólo por el idioma en que hablen, sino por las frases que con ellas construyan. El nuevo valencianismo asociado a la defensa de lo público y de la democracia es mucho más beneficioso para la Vega Baja de lo que lo son las viejas élites comarcales que, mientras claman por el castellano, justifican la corrupción con acento suizo y los recortes con alemán. De hecho, si algo pone en peligro al castellano en nuestra comarca no es el valenciano, sino el exilio forzoso al que se ven obligados jóvenes cuyos hijos no podrán educarse en la misma lengua que sus abuelos; el urbanismo depredador al servicio de capitales extranjeros o el fomento del consumismo cultural “made in U.S.A.”. Si algo genera desigualdad frente a otros valencianos no es el estudio de una lengua, sino las políticas regresivas y de saqueo de las que nuestra comarca ha sido triste protagonista.
Cada día se acepta más que la única España democrática será aquella capaz de reconocer verdaderamente la diversidad (y voluntad) de sus identidades y naciones, pues sólo desde la aceptación de las diferentes necesidades pueden crearse proyectos compartidos. De igual modo, es necesario que la Vega Baja, como comarca genuinamente castellanoparlante, reivindique su singularidad dentro de un nuevo proyecto común valenciano, pero eso resultará complicado si permanentemente rompemos los puentes que nos unen con otras identidades que son parte de nuestra comunidad. Sería absurdo aspirar a que el valenciano predomine en la Vega pero no estaría de más que dejásemos de percibirlo como un incordio ajeno a nuestra esencia colectiva. Sólo desde la aceptación y el reconocimiento de la pluralidad valenciana podremos defender la singularidad de nuestra comarca. Hoy se abre el espacio para un nuevo proyecto valenciano, y está en juego el papel que en él juegue nuestra comarca: o una trinchera que sirva de refugio a quienes representan lo peor de lo viejo; o un puente para encontrarnos con lo mejor de lo nuevo.
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